La aprobación del Estatuto catalán ha hecho aflorar las primeras grietas en el aparentemente sólido edificio que sustenta al partido del Gobierno. Era de esperar. La gran mayoría de los votantes del PSOE, incluyendo una buena parte de los que votaron a Maragall en Cataluña, no son nacionalistas. Junto a esta amplia base electoral, un buen puñado de líderes históricos como Alfonso Guerra y de barones regionales como Rodríguez Ibarra han hecho de la crítica al nacionalismo parte inseparable de sus señas de identidad. El hoy ministro de Defensa, José Bono, pertenece a este grupo y no desperdicia la ocasión de hacer gala de su patriotismo español desde los tiempos en que presidía la Junta de Castilla-La Mancha.
En un Gabinete como el de Zapatero, entregado sin remisión a la causa del nacionalismo vasco, gallego y catalán, las expansiones patrióticas del ministro –que en algunos casos rozan lo histriónico- contrastan con la temperatura ambiente y con la línea política que el propio presidente fijó desde el mismo día de su investidura. Es un misterio aún sin desvelar el motivo que condujo a Bono a abandonar su dorada y cuasi vitalicia presidencia regional por una cartera tan desagradecida como Defensa. Y más cuando Bono había sido en el Congreso de 2000 el candidato favorito y principal rival de Zapatero a la Secretaría General del Partido. Se apuntó entonces que el ministro era la cuota “castiza” en un Gabinete esencialmente Zapaterista, es decir, cortado al gusto del tripartito catalán. No es del todo creíble; Bono, que se encuentra en su madurez como político, nunca ha abandonado su pretensión de convertirse en presidente del Gobierno. La fortuna quiso que fuese Zapatero el que gestionase la herencia del 14-M pero eso, al ambicioso manchego, no le ha supuesto inconveniente alguno para seguir manteniendo su candidatura desde una tribuna visible donde los méritos cotizan al día.
El escándalo del Estatuto y la inmediata parálisis que ha sufrido el Ejecutivo ha sido el balcón ideal para que Bono se dejase ver. Sus apelaciones a la unidad de España durante toda la semana y su ausencia del Consejo de Ministros del viernes han sido sus cartas de presentación. De lo primero ya teníamos noticias y era cuando menos previsible que el ministro diese la nota discordante. Lo segundo no estaba en el guión. Ausentarse de un Consejo de Ministros para asistir a la presentación de un libro en Jaca y reaparecer horas después junto a Felipe González, eminencia gris del PSOE desde que fue enviado a la oposición en el 96, abre demasiados interrogantes sobre el mar de fondo que arrecia dentro del partido. Por un lado, parece claro que parte del PSOE no está ni mucho menos de acuerdo con la deriva que ha tomado el Gobierno a cuenta del Estatuto. Por otro, nadie sabe hasta que punto están los disidentes dispuestos a sacrificar para evitar que el Estatuto salga adelante en el Congreso. Porque, al fin y al cabo, ni González ni Bono son diputados. Ninguno de los dos votará en el Parlamento y, a menos que Blanco se decida a cortar por lo sano y arme la de San Quintín para poner a todos en su sitio, es harto improbable que se vean amonestados. González es un outsider de oro, Bono posee finca propia que ha puesto ya en alerta a través de José María Barreda, su sucesor en la Junta. Son dos intocables y quizá, como tales, pueden decir lo que otros siquiera se atreverían a insinuar. Pero, ¿se quedará todo en palabras o, si al final no hay consenso, harán algo para que prevalezca la legalidad constitucional? Esa incógnita sólo la podrá, llegado el momento, despejar el propio Bono.
El PSOE históricamente no se ha caracterizado por su respeto a la Constitución. Conspiró contra la de 1876, contra la de 1931 y está envuelto ahora, en 2005, en un documento que fulmina la de 1978. Poco se puede esperar de sus líderes, más apegados por lo general a las mieles del poder que a las convicciones. Sus bases y sus más de 10 millones de votantes, sin embargo, carecen de estas servidumbres. El PSOE perdió la O durante el felipismo, corre ahora serio riesgo de perder la E. Si los diputados socialistas en el Pleno termina por dar vía libre a una reforma inconstitucional de un Estatuto autonómico deberían demandárselo, porque si España desaparece, el PSOE y sus 127 años de historia lo harán con ella.